Aprendiedo A QUERERSE.-
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Quererse a sí mismo es quizás el hecho más importante que garantiza nuestra supervivencia en un mundo complejo y cada vez más difícil de sobrellevar. Curiosamente, nuestra cultura y educación se orientan a sancionar el quererse demasiado.
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.Hay épocas para el amor y decretos sobre lo que es de buen gusto y de mal gusto. Si decides felicitarte
dándote un beso, posiblemente las personas que te rodean (incluso el psicólogo de turno) evaluarán tu conducta como
ridícula, narcisa o pedante.
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Es mal visto que nos demos demasiado tiempo, nos contemplamos o nos autoelogiamos, se nosreprende: “Todos los excesos son malos”, se nos dice. Discutible.
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Algunos excesos nos recuerdan que estamos vivos. Nuestra civilización intenta inculcar principios como el respeto al ser humano, el sacrificio, el altruismo, la expresión de amor, el buen trato, la comunicación, etc., pero estos principios están dirigidos al cuidado de otros humanos.
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El autorrespeto, el autoamor, la autoconfianza y la autocomunicación no suelen tenerse en cuenta. Más aún, se considera de mal gusto el quererse demasiado. Si una persona es amigable,expresiva, cariñosa y piensa más en los otros que en ella misma, es evaluada excelentemente: su calificativo es el de “querida”.
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Si alguien disimula sus virtudes, niega o le resta importancia a sus logros, es decir, miente o se autocastiga, ¡es halagado y aceptado!
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No sólo rechazamos la autoaceptación honesta y franca, no nos importa que sea cierta o no, sino que promulgamos
y reforzamos la negación de nuestras virtudes. Absurdamente, las virtudes pueden mostrarse pero no verbalizarse.
Si tienes un buen cuerpo, se te permite utilizar tanga, minifalda o pantalones ajustados, pero se te prohíbe hablar de ello. Si las personas se autoelogian, así tengan razón, producen rechazo y fastidio.
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Esta política de no hablar bien de uno mismo en público, de nos ser exagerado en autorrecompensarse, de no darse mucho gusto, de disimular, de gran modestia, etc., termina por convertirse en un valor del que hacemos uso con
demasiada frecuencia. La “virtud” de no quererse a sí mismo en público, se extiende a cuando estamos solos.
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Por evitar caer en la pedantería insufrible del sabelotodo, hemos caído en la modestia autodestructiva de la negación de nuestras virtudes. Por no ser derrochadores, somos mezquinos. Los psicólogos clínicos sabemos que este
estilo de excesiva moderación hacia uno mismo. Es el caldo de cultivo de la tan conocida y temida depresión. Tienes el derecho a quererte y a no sentirte culpable por ello, a disponer de tu tiempo, a descubrir tus gustos, a mimarte, a cuidarte y a elegir.
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Desgraciadamente, nuestra estructura mental se va formando más sobre la base de la evaluación ajena que en la
autoevaluación, y nos hacemos víctimas de nuestro propio invento. La autoinsensibilidad nos ha hecho olvidar aquellas épocas de la niñez cuando todo era impactante y gratificante.
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Estamos demasiado orientados “hacia afuera” (buscando la aprobación de los demás) y no gastamos el tiempo suficiente en autohalagarnos y en gustarnos.
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Nuestro sistema de socialización se ha orientado más a prevenir los excesos afectivos, conocidos por los especialistas como “manías” (autoestima inflada, demasiada confianza, etc.), que a los estados de tristeza y depresión causados por inseguridad, autoimagen y autoconcepto negativo. La suficiencia y la seguridad excesiva produce producen molestias.
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La inseguridad produce lástima. Por lo general, las personas tendemos a tomar partido por el más débil. La inmunidad al flagelo de la depresión sólo se logra si aprendes a quererte. Como las mejores cosas, necesitas
un trato especial. No puedes permitir que se te lastime, ni darte el lujo de autodestruirte estúpidamente.
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Desde pequeños nos enseñan conductas de autocuidado personal: lavarnos los dientes, bañarnos, cortarnos las uñas, comer, controlar esfínteres y vestirnos. ¿Pero qué hay del autocuidado y de la higiene mental? No se nos enseña a
querernos, a gustarnos, a contemplarnos y a confiar en nosotros mismos. Además, aunque algunos padres tenemos esto
como un desiderátum, carecemos de procedimientos adecuados de enseñanza. Tampoco se nos enseña a enseñar.
La imagen que tienes de ti mismo no es heredada o genéticamente transmitida. Tal como se desprende de lo
dicho hasta ahora, es aprendida.
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La relación que estableces con el mundo no sólo te permite conocer el ambiente, sino también tu comportamiento frente a él. Estas experiencias de contacto con personas (amigos, padres, maestros) y cosas de tu universo material inmediato desarrollan una idea de cómo eres en realidad. Los fracasos y éxitos, los miedos e inseguridades, las
sensaciones físicas, los placeres y disgustos, la manera de enfrentar los problemas, lo que te dicen que eres, lo que no te dicen, los castigos, etc., todo confluye y se organiza en una imagen interna sobre tu propia persona: tu yo o tu autoesquema.
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Puedes pensar que eres torpe, feo, interesante, inteligente o malo. Cada uno de estos calificativos son el resultado de una historia previa, donde has ido gestando una “teoría” sobre ti mismo. Si crees ser un perdedor, no intentarás ganar. Te dirás: “Para qué intentarlo, yo no puedo ganar” o “es imposible cambiar” o “no valgo nada”.
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En resumen, lo que piensas y sientes acerca de ti mismo es aprendido y almacenado en forma de teorías llamadas autoesquemas. Hay autoesquemas positivos y negativos. Los primeros te llevarán a estimarte, los segundos, a odiarte.
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Nadie contempla y cuida una persona que odia. De manera similar, si la visión que tienes de ti es negativa, no te expresarás afecto, pues no creerás merecerlo. Si tu autoesquema es positivo y no lo alimentas, se desvanecerá. Algunas personas, en lugar de felicitarse, disimulan su alegría con un parco flemático: “No es nada” o “era mi deber”. La negación del reconocimiento personal es una forma de autodestrucción.
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HACIA UN BUEN AUTOCONCEPTO
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La cultura nos ha enseñado a llevar un garrote invisible, pero doloroso, con el que nos golpeamos cada vez que equivocamos el rumbo o no alcanzamos las metas personales. Hemos aprendido a echarnos la culpa por casi todo lo que hacemos mal y a dudar de nuestra responsabilidad cuando lo hacemos bien. Si fracasamos, decimos: “Dependió de mí”; si logramos el éxito: “Fue pura suerte”. ¿Qué clase de educación es ésta, donde se nos enseña a hacernos responsables de lo malo y no de lo bueno?
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La autocrítica es buena y productiva si se hace con cuidado. A corto plazo puede servir para generar nuevas conductas, pero si se utiliza indiscriminada y dogmáticamente, genera estrés y es mortal para nuestro autoconcepto. El mal hábito de estar haciendo permanentemente “revoluciones culturales” interiores es una forma de suicidio psicológico.
Algunas personas, por tener un sistema de autovaloración inadecuado, adquieren el “vicio” de autorrotularse negativamente por todo. Se cuelgan carteles con categorías generales. En vez de decir: “Me comporté torpemente”, dicen: “Soy torpe”. Utilizan el “soy un inútil” en vez de “me equivoqué” en tal o cual cosa. El autocastigo ha sido considerado, equivocadamente, una forma de producir conductas adecuadas.
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¿Cómo se llega a tener un autoconcepto negativo?
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Una forma típica es a través de la autocrítica excesiva. Los humanos utilizamos estándares internos, esto es, metas y criterios internalizados (aprendidos) sobre la excelencia y lo inadecuado. Estos estándares se desprenden del sistema de creencias, valores y necesidades que poseemos. Una elevada autoexigencia producirá estándares de funcionamiento altos y rígidos. Sin embargo, si bien es importante mantener niveles de exigencia personal relativa o moderadamente altos para ser competentes, el “cortocircuito” se produce cuando estos niveles son irracionales, demasiado altos e inalcanzables. La idea irracional de que debo destacarme en casi todo lo que hago, que debo ser el mejor a toda costa y que no debo equivocarme, son imperativos que llegan a volverse insoportables.
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Los estándares irracionales harán que tu conducta nunca sea suficiente. Pese a tus esfuerzos, las metas serán inalcanzables. Al sentirte incapaz, tu autoevaluación será negativa. Este sentimiento de ineficacia y la imposibilidad de controlar la situación se producirán estrés y ansiedad, los que a su vez afectarán tu rendimiento alejándote cada vez más de las metas. Las personas que quedan atrapadas en esta trampa se deprimen, pierden el control sobre su propia conducta e indefectiblemente fracasan. ¡Precisamente lo que querían evitar!
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Si eres demasiado autoexigente y autocrítico, utilizarás un estilo dicotómico. Esto quiere decir, de extremos.
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Las cosas sólo serán blancas o negras, buenas o malas. Verás la realidad con una especie de binoculares donde los tonos medios, los matices y las tonalidades no existen. “Soy exitoso o soy fracasado”. Absurdo. No hay nada absoluto. El uso de estándares extremadamente rígidos, perfeccionistas e irracionales, aumenta la distancia entre tu yo ideal (lo que te gustaría hacer o ser) y tu yo real (lo que real mente haces o eres). Cuanto mayor sea la distancia entre ambos, menos probabilidad de alcanzar tu objetivo, más frustración y más sentimientos de inseguridad ante los esfuerzos inútiles por acercarte a la supuesta “felicidad”.
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Una rápida mirada a las personas que han hecho la historia de la humanidad muestra que cierta inestabilidad e insatisfacción son condiciones imprescindibles para vivir intensamente. La estabilidad absoluta no existe. Es un invento de los que temen el cambio. La famosa “madurez”, tomada al pie de la letra, es el preludio de la descomposición. Ceñirte ciegamente a los estándares propios o externos es coartar tu libertad de pensar. Perderías la capacidad de decisión y de crítica objetiva. No temas revisar, cambiar o modificar tus metas si ellas son fuente de sufrimiento, aunque a tus vecinos no les guste.
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Lo importante entonces no es sólo descubrir que eres autoexigente, sino ser capaz de modificar los estándares.
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Para lograrlo no puedes ser demasiado “estable” o demasiado “estructurado”. Necesitas una pizca de no cordura (por no decir locura). Ser flexible es, sin lugar a dudas, una virtud de las personas inteligentes...lenguaje del adios...
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Fuente: Sanadores Urbanos. Facebook
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