Los patrones culturales de nuestros padres y ancestros, y de la sociedad en que hemos crecido, tienen influencia en nuestras mentes desde que estamos en el vientre materno hasta que llegamos a la culminación de nuestras biografías particulares. Somos influidos paulatinamente por los mayores en nuestros aprendizajes o imitaciones de esos comportamientos y nos los vamos apropiando. Llegamos a ser adultos, y al relacionarnos con otras personas, esa programación y esa memoria van guiando nuestros comportamientos en las relaciones que entablamos.
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Las tradiciones de nuestros grupos familiares parecen procedimientos de obligatorio cumplimiento para nosotros: repetimos los hábitos de nuestros padres y parientes más cercanos y nos basamos en sus creencias –que provienen de las creencias de sus padres, que provienen de las creencias de los abuelos, que provienen de las creencias antiguas. El pasado muerto revive a través de nosotros cuando ejecutamos nuestros rituales psicológicos cotidianos.
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Cuando enfocamos nuestra atención y nuestra disposición de aprender y cambiar en relaciones con seres humanos que provienen de otras culturas y que tienen conocimientos trascendentes y compatibles con el flujo cambiante de la vida, o también en relaciones locales que nos llevan a dudar de la utilidad y validez de nuestras creencias heredadas, podemos modificar esa memoria de conductas reiteradas que muchas veces son disociadoras, estresantes y propiciadoras de rivalidades y contiendas.
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Toda esa historia generacional de confrontaciones ha conformado la matriz ideológica de lucha y competencia y los razonamientos de conquista y apropiaciones violentas que predominan en las crónicas humanas.
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Y todo ese caudal de información reberverante repercute en las relaciones tempranas de padres e hijos y en las imposiciones y dogmas con que hemos crecido: “Eso no se hace”, “Eso no se dice”, “Esto es lo que tienes que hacer”.
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En las relaciones de pareja, el modelo de comportamiento impuesto por las tradiciones sociales y familiares establece también unos modos de acción que mantienen generacionalmente las divergencias y la separación.
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Nos sermonearon desde la cuna sobre el entendimiento de la vida como una lucha, donde las conquistas son adecuadas y necesarias y donde unos seres humanos deben dominar y otros deben ser dominados. Nos enseñaron las estrategias para destacar sobre otros y para establecer alianzas que nos permitieran escalar posiciones
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Esa pobre filosofía es lo que pretendimos aplicar en nuestros nexos sentimentales o de pareja representados en el significado pleno de los verbos “conquistar”, “dominar”, “poseer”, “vencer”, “obtener” –y si fuera necesario, “engañar”- para lograr nuestros objetivos de éxito y control donde nuestro liderazgo y autoridad fueran incuestionables, aun a costa del bienestar y de la autonomía de otros seres humanos.
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No es raro que muchas de esas relaciones sólo fueran intentos fútiles de materialización de aquellos supuestos que nos trasmitieron. Esas relaciones en su inicio tal vez parecieron motivadoras o inspiradoras y luego se volvieron insostenibles cuando alguno de los participantes, ateniéndose a su culto al pasado, se replegó hacia su “zona de confort” donde el otro no encajaba.
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Bajo esa programación ajena, la instauración de nuestros vínculos de pareja no podía ser sólida, y la pretensión de que fueran duraderos por toda nuestra existencia sólo fue una ambición desmesurada: allí solo podíamos manifestar nuestros papeles de amos o de sirvientes en una relación desigual donde tratamos infructuosamente de alcanzar una felicidad basada en ficciones. Nadie puede mostrarse sinceramente tierno siendo esclavo ni tampoco considerándose superior a otro. Y donde alguien se traza el objetivo de constituirse en una autoridad y otros se someten secundándolo, los conflictos cíclicos están asegurados entre los cortos períodos de calma y conciliación y está confirmada como una traba de comunicación permanente la disparidad –condición de desigualdad y contraste.
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Normalmente, los encuentros iniciales no son de seres humanos que nos relacionamos en el presente de nuestras vidas sino de personalidades que traemos nuestro archivo mental de situaciones dolorosas o abrumadoras del pasado no resueltas ni entendidas y por lo tanto, no aceptadas ni liberadas.
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Tras la apariencia agradable que nos atrae de otros, están sus atributos negativos que se guardan solapada o temerosamente –y, en ocasiones, con mentalidad de sufrientes que obsesivamente rinden culto a sus padecimientos.
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A medida que avanzamos como viajeros que compartimos trechos de la jornada, todos esos desastres psicológicos van apareciendo con toda su apabullante desarmonía y divergencia. Inevitablemente, las imágenes de bondad y simpatía son desplazadas por las de hostilidad y desasosiego porque no es posible una relación ecuánime entre seres humanos que contemplan la vida con una visión opuesta –el contraste entre quienes fluyen y quienes se mantienen represados es una barrera que impide la asociación amable y los acuerdos venturosos.
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Podemos preguntarnos: ¿Cuándo podremos volver a la vida del ahora dejando en paz las devastaciones y experiencias amargas del pasado? ¿Cuándo podremos asumir nuestra autonomía y la integridad de nuestro ser afirmando nuestra confianza y nuestra fortaleza en la abundancia y provisionalidad de la vida y no en las carencias y percepciones tristes del pasado?
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