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La familia es ese pequeño universo en donde aprendemos a convertirnos en miembros de una sociedad. No hay familias perfectas, porque no hay seres humanos ni sociedades perfectas. Toda familia trasmite y reproduce traumas, neurosis y vacíos, en mayor o menor medida. Sin embargo, en algunos casos esto toma grandes dimensiones y marca a la persona profunda y negativamente.
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En la familia siempre flota alguna suerte de pequeños o grandes odios. Aunque suene paradójico, estos no excluyen la existencia de un gran amor también. Así son los afectos humanos, ambivalentes y contradictorios. El grupo familiar no está exento de ello y por eso se estima como normal que albergue rencores y mezquindades.
Sin embargo, hay casos en los que ya no se habla de pequeños odios, sino de graves fracturas en los afectos. No son pocas las personas en el mundo que declaran abiertamente su total rechazo por la familia de la que provienen. Aborrecen a su núcleo familiar. Se avergüenzan de su procedencia. Lo curioso es que al mismo tiempo profesan gran aprecio y admiración por los extraños, por todos aquellos que no forman parte de su entorno familiar.
¿Por qué se llega a odiar a la familia?
El odio hacia la familia encierra por sí mismo una gran contradicción. Implica, de un modo u otro, odiarse a uno mismo. Genética y socialmente somos parte integral de ese núcleo familiar, por lo que hay un punto en que somos indivisibles de este. Pese a esto, el sentimiento de falta de amor y de rechazo por el grupo familiar es algo que experimentan muchas personas. Corresponde a una actitud adolescente que, sin embargo, persiste en muchos adultos.
Este núcleo no es como la persona quiere y para ella esta es una razón suficiente para reiterarle su cariño.Compartir
Es usual que el odio hacia la familia surja porque la persona experimente que esta le ha fallado de una manera grave, o que fue la fuente de un grave maltrato sufrido. La familia le falla a la persona cuando genera grandes expectativas que después no cumple, cuando deja de atender algún aspecto básico del desarrollo o cuando implementa una educación incoherente, en la que se dice algo y se hace otra cosa muy diferente.
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El maltrato, por su parte, abarca muchas realidades. El abandono físico o emocional es una de ellas. También el abuso verbal, físico o sexual. Asimismo, la negligencia o el descuido son una forma de maltratar. Todo aquello que implique una negación sistemática del valor de una persona podría entenderse como maltrato.
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Hay casos en los que los miembros de la familia se avergüenzan de sí mismos o se perciben como inferiores frente a los demás. Educan entonces desde una perspectiva de autodesprecio. Este tipo de familias suelen ser herméticas, reacias al contacto externo. Esa también es una de las semillas de un odio o rencor posteriores y la principal causa para que se adopte una percepción de que los extraños son más valiosos que la propia familia.
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El aprecio desmedido por los extraños
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Durante la adolescencia todos nos enojamos un poco con nuestra familia. Parte de la búsqueda de identidad descansa sobre ese conflicto. De niños aceptamos más o menos pasivamente los parámetros familiares. Al crecer, comenzamos a cuestionarlos y nos fijamos especialmente en sus fallos y errores. Uno de los pasos que nos permiten convertirnos en adultos es precisamente el de superar esa tensión.
Es durante la adolescencia cuando aparecen extraños que comienzan a tener una gran relevancia para nosotros. Por supuesto, nos afecta mucho más la opinión de nuestro grupo de pares, que la visión de nuestros padres. Poco a poco vamos negociando esas contradicciones y encontramos un cierto equilibrio. Solo terminamos de resolver el asunto cuando nos vamos de casa. Paulatinamente logramos sopesar lo que la familia nos dio y lo que nos quitó. Terminamos entendiendo que, en la mayoría de los casos, nunca quisieron hacernos daño realmente.
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A veces el conflicto se estanca. Entonces la persona adulta no logra irse de casa o se va y comprueba que el paraíso no estaba fuera del hogar. Que también allá fuera las personas incumplen su palabra o no satisfacen sus expectativas. En este sentido, se puede caer en la tentación de culpar a la familia por nuestras propias incapacidades. También en la trampa de creer que para los demás, para los extraños, la vida es más fácil que para nosotros. Que están mejor capacitados porque tuvieron una familia mejor.
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Odiar a la familia y adorar a los extraños es una expresión de un conflicto adolescente sin resolver. Quizás no se ha logrado entender que los demás grupos familiares también tienen sus quiebres, sus secretos y sus neurosis. Quizás odiar nuestro origen nos ayuda a evadir responsabilidades o a no terminar de “destetarnos”. Lo malo es que mientras no se superen esos malestares difícilmente podremos ubicarnos en una posición de adultos.
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