“Uno no siempre hace lo que quiere, pero tiene el derecho de no hacer lo que no quiere.
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Aquí lloramos todos, gritamos, berreamos, moqueamos, chillamos, maldecimos, porque es mejor llorar que traicionar, porque es mejor llorar que traicionarse”.
(Mario Benedetti)
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En mi opinión, se nos olvida a menudo que en muchas ocasiones disponemos de la opción de hacer lo que realmente queremos en vez de conformarnos con lo que hacemos habitualmente de un modo inconsciente y, a veces, hasta indeseado.
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Ya sé que uno no siempre puede hacer lo que realmente quiere –las circunstancias inevitables mandan en algunas ocasiones-, pero sí se puede hacer en muchísimas ocasiones, solamente que… no nos paramos a hacernos la más trascendental de las preguntas:
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¿QUÉ ES LO QUE REALMENTE QUIERO?
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Para hacer algo no basta con darse cuenta de ese algo y querer hacerlo, sino que también se necesita que exista la posibilidad real de poder hacerlo, el convencimiento y la decisión, la voluntad y la fortaleza o perseverancia, creer firmemente que uno tiene derecho a hacerlo, estar convencido de que es lícito y ser consciente de que posiblemente alguien se oponga o que puede llegar a perjudicar ligeramente a otro; es necesaria la fe, que exista la ocasión de poder hacerlo–y si no es así, hay que crearla-, disponer de amor o autoestima suficiente para enfrentarse a las adversidades o inconvenientes, y cualquier otro elemento que nos ayude en esa tarea.
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Pero lo primero, lo primordial, es tener clara la idea de lo que se quiere. Saberlo. Y saberlo claramente.
¿Qué es lo que REALMENTE QUIERO AHORA?
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(Y añado lo de “AHORA” porque esta no es una pregunta con una sola y definitiva respuesta, ya que seguramente se querrán muchas cosas y distintas, y, además, al matizar lo de “AHORA” se deja la opción de que se quiera otra cosa en otro momento).
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Cuando uno mira algo que puede ser un bien para sí mismo, si no es demasiado codicioso y despóticamente egoísta, pensará también si con ello va a perjudicar a terceras personas, aunque esto último es inevitable en ocasiones, y no es malo, salvo que uno quiera perjudicar al otro intencionadamente.
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No siempre es posible tomar una decisión en la que uno mire por sus intereses y al mismo tiempo satisfaga a todos los otros, porque es casi seguro que esos otros, mirando egoístamente sólo por sus intereses y no por los de quien tiene que tomar la decisión, no estén de acuerdo.
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Por ejemplo, si yo soy una persona que siempre concede a los otros todo aquello que me piden, y un día decido que no debo hacer algo que me solicitan porque me perjudica, o porque quiero dejar el servilismo que los otros me han impuesto, ellos no van a estar de acuerdo con mi decisión , pero yo, mirando por mis intereses o mi bienestar, tendré que oponerme a lo que me piden y esperan de mí, aunque con ello esté “perjudicando” aparentemente los intereses de los otros. Esto es del todo lícito.
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Es conveniente ir desapegándose de esa creencia en que es imprescindible el cumplimiento de la llamada “Caridad Cristiana”, que en demasiadas ocasiones no es más que una mala interpretación del amor al prójimo. (Existe una frase que dice: “La caridad empieza por uno mismo”, y otra: “Amarás al prójimo COMO A TI MISMO”, o sea, que no dice “amarás al prójimo MÁS que a ti mismo”, ni “amarás al prójimo aunque con ello te perjudiques tú”).
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Amar al prójimo no es el servilismo a los intereses de los otros en detrimento de los propios.
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Amar al prójimo no es renunciar continuamente a ser Uno Mismo.
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Amar al prójimo no es mortificación continua, renuncia constante, ni perder siempre.
Porque si el otro amara a su prójimo –que en este caso soy yo, o eres tú-, miraría por mis intereses antes que por los suyos y por lo tanto no me exigiría.
Si ambos amamos al prójimo –y yo soy el prójimo del otro- que me ame y me libere de la carga de tener que satisfacer sus deseos o caprichos.
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Y así como en este ejemplo, conviene también revisarse en todos los otros aspectos de la vida.
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¿Estoy con la persona que quiero estar?
¿Mi relación con los otros – has de revisarlos uno por uno - es como yo quiero?
¿Me doy caprichos?
¿Pienso en mí y en mis necesidades?
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¿Pido lo que necesito?
¿Estudio, leo, escribo, pinto, o hago lo que realmente quiero?
¿Cumplo mis ilusiones?
¿Me concedo tiempo para hacer lo que quiero hacer?
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¿Me pongo impedimentos para todo, pospongo hacer lo que me gusta?
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¿Me pregunto alguna vez qué es realmente quiero?, y, sobre todo, ¿Si me hago la pregunta busco sus respuestas correspondientes?
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Uno tiene que hacerse preguntas de este estilo, casi interrogatorios, ponerse contra la pared y no permitirse escapar hasta haber manifestado lo que realmente quiere.
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Y uno tiene que sentarse después consigo mismo, tranquilamente, en un acto de amor, y llegar al acuerdo y compromiso de ir evitando hacer esas cosas que dejan mala sensación, y empezar a reclamar y exigir respeto y colaboración para poder hacer LO QUE REALMENTE QUIERE HACER.
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