Ahora y desde hace algún tiempo (¿pero cómo decir cuánto?) la escritura se considera un ejercicio reservado a unos cuantos. Si bien es posible que esté más presente y extendida que nunca en la historia, su uso es más bien instrumental o utilitario. Escribimos un mensaje de texto, quizá una actualización en Facebook, un tweet, un recado, pero poco más que eso. Leemos lo que alguien más escribe (como ahora), ¿pero alguna vez nos detenemos a pensar que también cualquiera de nosotros podría escribir así? No con cierto estilo, sino escribir porque sí, escribir sin una utilidad manifiesta, escribir únicamente porque hace bien y es satisfactorio.
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En los últimos meses han circulado reseñas sobre una práctica que al parecer es común entre personas de muy distintos ámbitos: actores, empresarios, periodistas y otros. Oliver Burkeman, por ejemplo, columnista en The Guardian y a quien hemos citado en Pijama Surf, también ha hablado al respecto.
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El hábito es sencillo: poco después de despertar por la mañana, tomar lápiz y papel y escribir hasta completar cerca de tres páginas, lo cual equivale más o menos a 750 palabras, mismas que se completan en un promedio de media hora. Escribir lo primero que venga a la mente. Escribir sin censura. Escribir sin pensar que alguien más va a leer el resultado final. Escribir y ya.
¿Por qué algo tan simple puede tener tanta importancia? La respuesta puede ser variada. Podríamos decir que, cómo otros hábitos, este enseña también el valor de la disciplina y la constancia.
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Sin embargo, si sólo fuera esto, no sería distinto de correr o de realizar una actividad de entretenimiento (hay quien teje o quien construye cosas en su tiempo libre).
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La diferencia con la escritura, de acuerdo con quienes hacen esto que se ha dado en llamar “Páginas matutinas” ("Morning Pages") es que, de inicio, escribir conlleva la cualidad de la conexión. Como han descubierto muchos escritores en la historia de la literatura, paradójicamente escribir sin rumbo definido casi siempre conduce a algún lugar. Podemos comenzar con un recuerdo, con el sueño que tuvimos la noche que recién terminó, con una idea que quisiéramos desarrollar e incluso con algún pendiente del día. Si continuamos sin reservas, movidos únicamente por el impulso de escribir, con toda seguridad terminaremos en un punto que aunque no imaginábamos, de algún modo ya conocíamos.
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Por otro lado, escribir de la nada, llenar una página en blanco con lo primero que se nos ocurra, también nos enseña al menos dos cosas: una, nuestros propios límites. ¿Qué podemos decir? ¿De qué manera lo hacemos? ¿Con cuánta dificultad? En segundo lugar, también nos hace escuchar a nuestro crítico interior. Todos tenemos esa voz que nos señala nuestros errores, a veces con severidad excesiva. Conocer a ese juez pequeño pero terrible también es importante para nuestro desarrollo personal, pues no pocas veces es el orquestador del autosabotaje en que incurrimos.
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Finalmente, y aunque no es menor, la escritura también tiene efectos positivos en aspectos específicos de nuestra salud física y mental, pues puede contribuir a reducir las nocivas consecuencias del estrés y mejorar la memoria, por ejemplo.
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Autoconocimiento, honestidad, claridad e incluso un poco de buena salud. Parece un buen intercambio, ¿no crees?
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