De niños nos permitimos ver lo que creemos.
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No nos cuestionamos si eso tiene aceptación social, si otros lo ven, no le buscamos una explicación racional, ni nos preocupa ser juzgados por ello.
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De niños, observar la belleza de la naturaleza con asombro y alegría, es cosa de todos los días.
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Encontrar un trébol de cuatro hojas, que una vaquita de San Antonio se pose sobre nuestra mano o soplar un Diente de león, basta para tener la certeza de que la buena fortuna nos acompaña, por eso logramos todo lo que nos proponemos por el resto de la jornada.
De niños podemos ver sonreír a nuestras mascotas y abrigar a los muñecos para que no tengan frío.
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Podemos encontrar huellas de camellos el 6 de Enero en el parque, ver el trineo de Papá Noel atravesando el cielo, escuchar el aleteo de las hadas entre las flores y los pasitos de los duendes en la ventana.
De niños quitamos el dolor del amigo que se cayó de la bicicleta o que está triste, con una sonrisa llena de luz o un abrazo.
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De niños dormimos plácidamente, porque nuestro Ángel de la Guarda está ahí para protegernos de cualquier monstruo que nos aceche.
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De niños… podemos ver todo aquello en lo que creemos.
La infancia y la adolescencia son tiempos en los que el mundo es un lugar hermoso para descubrir, para explorar.
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Sabemos que podemos elegir para nuestro presente y futuro todo aquello que nos haga felices, estamos convencidos de que sólo tenemos que desearlo con toda la fuerza de nuestros corazones para que se haga realidad.
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Tenemos la certeza de que somos los creadores de nuestra realidad.
A medida que crecemos físicamente, en algún punto oscuro entre la niñez y la adultez, la sabiduría que encierra nuestra inocencia se invierte; dejamos de ver lo que creemos, convirtiendo la simpleza con que funciona el Universo, en algo complicado y frustrante: “ver para creer”, el lema preferido del mundo adulto.
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Es entonces cuando vamos olvidando nuestro crecimiento interior, el poder de la luz que llevamos dentro y el Plan Universal.
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En la mayoría de los casos llegamos a involuciones espirituales y emocionales altamente peligrosas para nosotros.
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Como ya no estamos avalados por el “permiso” para jugar de la infancia, pasamos a ser concientes de que nuestras creencias pueden transformarse en una amenaza para quienes nos rodean, por ello, como necesitamos sentirnos aceptados y “parte de”, racionalizamos en forma exagerada cada paso que damos, dejando atrás la parte más placentera de esta experiencia maravillosa de aprendizaje que es la vida.
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Las creencias que adoptamos como propias, son en realidad estadísticas socialmente aceptables, es decir que nos permitimos creer formando parte de grupos numerosos.
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Observar la naturaleza es cosa de dos semanas al año, en esas vacaciones que pasamos en “edificios de 5 estrellas”, para lo cual nos encerramos en oficinas y negocios desde que sale hasta que se pone el sol, los otros 351 días.
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El ángel de la Guarda, es reemplazado por sedantes y ansiolíticos.
Las hadas y duendes, son ahora “juegos de niños” para los cuales “no tenemos tiempo”, ¡cómo podríamos creer en eso si no se ve!, pero sí podemos alardear con que creemos en Dios (aunque nos acordemos de Él sólo cuando estamos en aprietos) porque a pesar de que tampoco se ve… la mayoría cree en él, y asistir a ceremonias religiosas o entrar en algún templo de tanto en tanto, nos hace sentir mejores personas, a pesar de que cuando salimos de allí ignoremos al que tiene hambre, sigamos destruyendo al medio ambiente, manipulemos a los demás para obtener rédito de ello o simplemente brindemos indiferencia a un ser querido que necesita nuestro afecto y compañía en momentos difíciles.
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Un día abrimos los ojos y nos encontramos viviendo una vida convencional (sin ver que aquel convenio no lo firmamos por voluntad propia, nos fue impuesto desde estereotipos sociales), una vida que no elegimos, que en nada se parece a lo que soñamos en nuestro primer cuarto de siglo.
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Nuestro Yo Superior, intenta una y mil veces que retomemos el camino, enviándonos señales, que a veces son tan evidentes y abrumadoras, que nuestra aparente conformidad se nos transforma en cuestionamientos internos.
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Entonces, para justificarnos por el modo en que nos limitamos en algún punto del camino, recurrimos a argumentos que aprehendimos de nuestro entorno: “la vida te va llevando”, “los sueños son para los jóvenes”, “el mundo real es otra cosa”, “los ideales desaparecen cuando te das cuenta de que vos solo no podes cambiar la realidad, esta todo corrompido” “aunque quería eso… no era mi destino”.
Parece ser que cuanto mas serios, preocupados y hoscos nos mostramos, nos sentimos más reconocidos como adultos responsables.
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El que vive con alegría y disfrutando, el que es capaz de ver la mitad del vaso lleno en medio de la adversidad, el que no reemplaza sus sueños e ilusiones del alma por autos último modelo, el que no se embarca en interminables discusiones políticas y económicas (entre otras tantas cosas que forman parte de un pacto tácito a nivel social)… es catalogado, rotulado y juzgado como inmaduro, poco realista, conformista, irresponsable, sin ambiciones o simplemente loco.
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El GRAN PODER que tenemos desde niños, para convertir en nuestra realidad todo aquello que soñamos, se desvanece cuando elegimos que así sea, dejando de creer en nosotros mismos y en nuestras infinitas posibilidades.
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El temor a no ser aceptados “como adultos perfectamente adaptados”, en una sociedad que criticamos hasta el hartazgo, nos aleja dramáticamente de todos los logros y éxitos que de verdad nos harían felices, nos aleja de nuestra verdadera identidad y del camino que vinimos a recorrer.
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Si creemos con la fuerza de nuestro Ser interior en algo, si lo visualizamos positivamente, si ponemos toda nuestra ilusión al servicio de esa ilusión… inevitablemente lo que creíamos desde la razón una fantasía, se convierte en nuestra realidad más palpable, porque creamos una energía que existe y vibra en nuestro Universo personal.
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¿Cuál sería nuestra realidad hoy, si pusiéramos la fe al servicio del anhelo de nuestros corazones?
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¿Cómo serían nuestras vidas adultas, si no necesitáramos “ver para creer”?
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¿Qué pasaría en este mundo, si usáramos el poder que tenemos, para materializar nuestros sueños?
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Después de leer ésta sabia reflexión, nos damos cuenta que para encontrar el camino de la espiritualidad necesitamos regresar a nuestra alma de niños.
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Si queremos un camino de evolución de la conciencia, debemos regresar al asombro de tu niño interior.
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Para hacer presente en nuestras vidas la felicidad y encontrar a Dios debemos ser como niños.
CREÉLO PARA VERLO!!!