La Abundancia: Suzanne Powell

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ENVIADO POR MARI

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Yo tuve un ejemplo fabuloso en un viaje a Vietnam que es­tuvimos allí haciendo obra humanitaria. Recuerdo que yo es­taba con mi maestro. Estábamos en el sur de Vietnam donde la gente había estado sufriendo durante tres meses con muy poquita comida. De hecho allí la gente vive en comunidad, las familias son muy grandes y viven todos bajo el mismo techo, los abuelos con los tíos con los primos.

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Todos juntos. Y pudimos aprender que esas personas tenían quizás un pe­queño puñado de arroz para alimentar a la familia durante días o semanas. ¿Qué hacían? Hervían ese puñado de arroz en una olla de agua y servían la espuma, la parte superior de la olla, a cada uno. Algo que no podías ni siquiera comer con una cuchara. Cuando llegamos allí, llevamos una furgoneta llena, con 30 toneladas de arroz, y salsa de soja, fideos, cosas así. Pues cada familia venía a recoger su saco de 10 kilos de arroz. ¡La cara de felicidad de esta gente…! Como si fuéramos dioses caídos del cielo…, ¡era inmensa! La sensación que se palpaba ahí.

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Pero mi maestro me dijo: “Suzanne, mira a los niños”. Los niños estaban allí apartados jugando felizmente mientras los padres hacían cola para recoger las provisiones. Y dice: “¿Qué ves ahí?”. “Están felices, están jugando…, descalzos, con ropa muy sencilla… Y esos niños, quizás, dirías que no han comido un plato de comida normal. Viven con extrema sencillez, no tienen más. ¿Los ves infelices?”. “No, en absoluto”. Curiosa­mente esos niños eran maravillosamente felices a pesar de sus circunstancias. Y me dijo: “Suzanne, tener comida, tener provisiones, tener comodidades, no es sinónimo de ser feliz. Es una gran lección. Aprende de esta lección”.

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En este viaje fui observando las diferentes reacciones, las caras de las personas que saben adaptarse a sus circunstan­cias. Uno de los lugares que más me impactó fue una leprose­ría, donde estuvimos interactuando allí con leprosos, y había un leproso que me seguía por todos lados. Y al final le pedí si le podía hacer una foto. Y me dijo: “Espera un momento”. Co­gió un pañuelo, lo dobló, lo puso en su pijama, para estar más guapo. Y era feliz. Su cara, a pesar de que tenía tanto dolor en sus dedos, que le era menos doloroso arrancar el dedo que sufría el dolor, su cara mostraba felicidad. ¿Por qué? Porque aceptaba su situación. Aceptaba que su camino le llevaba a pasar por esa experiencia. ¡Cuántas tonterías se me quitaron de la cabeza cuando volví de ese viaje!

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Llegué a mi casa, entré por la puerta, ¡madre mía, cuánta riqueza…! Estaba en un piso de alquiler normalito de Barce­lona. ¡Tengo una cama con colchón! ¡Tengo una nevera con comida dentro! ¡Tengo un techo! Y lo que más me hacía sen­tir esa satisfacción de riqueza…, ¡tenía un váter!, que además apretabas un botón y desaparecía todo aquello. Me sentía la mujer más rica del universo, porque pude valorar lo que no tenían muchos y eran igualmente felices. A partir de ese momento empecé a quitar cosas de en medio -ahora ha ve­nido mi hija y ha empezado a llenar la casa otra vez. Sentía la necesidad de compartir lo que tenía, con personas que no tenían. Empezaba a vaciar armarios, empezaba a…, a ir hacia una vida más minimalista. “Jo, qué bien, cuando se abre un armario y hay espacio dentro”. Y no hay tanta aglomeración de ropa que no sabes lo que hay realmente. Y me di cuenta que cuanto más quitaba para dar con la expresión del amor, del disfrutar de dar, viendo la cara de otra persona que iba a disfrutar y vivir, empezaba a sentirme ligera.

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