Mario Valmore Castillo posted a status
13 de Ago. de 2020
El hombre común no es dueño de sí mismo; vive a merced de las turbulencias de su alma: de los impulsos egóticos y de las pasiones que, insaciables, arden como el fuego. Cuando alguien carece de autocontrol acaba corrompiéndose. El hombre común posee muchos centros de interés, centros que lo des-centran y lo empujan a vivir en la periferia de sí mismo, pero carece de centralidad, no tiene Centro; es un ser volcado hacia fuera, cuyo único afán es la horizontalidad mundana, ignorante de cualquier posibilidad de elevación vertical. Dicho sin tapujos: el hombre común es un ser exterior y horizontal, plano. «Has dispersado tu conciencia en todas direcciones», clama Rûmî, «y tu engreimiento vale menos que una brizna de hierba» (M V, 1084). El derviche no malgasta sus esfuerzos en trivialidades, sino que vive concentrado en la aventura de la senda interior. Es a quien ha despertado del sueño del yo a lo real, a quien descubre que no es lo que había creído ser, a quien más le duele perder el tiempo. Concentrado en un solo punto, el derviche lo abarca absolutamente todo; el hombre común, concentrado en múltiples puntos, no abarca casi nada. Todo el sufismo está impregnado por el espíritu del combate espiritual en pos del perfeccionamiento interior, cuya piedra de toque es el dominio de sí mismo. Se trata de un combate exclusivamente interior e inmaterial que se libra en la propia alma humana, auténtica materia del trabajo espiritual, que es como el dragón mitológico que debe perecer a fin de que el héroe obtenga el tesoro que le aguarda: en este caso, la liberación interior, la paz triunfal. Sea como fuere, algo debe morir, lo viejo, para que lo nuevo vea la luz. El auténtico guerrero, lo decía el profeta Muhámmad, es quien lucha contra sus pasiones y deseos, porque lo importante no es lo que uno desea sino lo que en verdad necesita. Dicho combate exige una brizna de locura, pero jamás temeridad, pues se enfrenta uno a fuerzas muy poderosas. Nadie debería presentarse a la batalla blandiendo una espada de madera, advierten los sabios sufíes. El autocontrol sigue siempre al autoconocimiento; antes de corregirse es preciso conocerse. En otras palabras, no hay dominio sin conocimiento. Solo quien se conoce y es dueño de sí mismo es libre para presentarse en la morada del Amado. El autocontrol constituye la condición esencial para recorrer la senda sufí. Sin dominio de sí no hay nobleza, ni tampoco libertad, pues la verdadera libertad consiste, justamente, en el dominio absoluto de sí, que es la raíz de todas las virtudes. El auténtico león es quien se conquista a sí mismo. Ser dueño de sí es tener un centro (la expresión es de Frithjof Schuon), y quien tiene un centro, anclado en lo más recóndito e inconmovible del ser, puede permitirse todo aquello a lo que es capaz de renunciar. Y es que un derviche ha dejado de depender de las cosas sin por ello tener que huir de ellas. Un derviche en modo alguno pone el mundo —este mundo sin cielo y sin eje, todo él periferia— como centro de sus anhelos y preocupaciones.
 
 
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«El ego lleva un rosario (tasbîh) y un Corán en su mano derecha, y un alfanje y un puñal bajo la manga»
(M III, 2554)

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